Época:
Inicio: Año 1936
Fin: Año 1950

Antecedente:
La escultura del siglo XX

(C) Carlos Pérez



Comentario

En primer lugar, hay que indicar que la guerra significó una parálisis casi total de la actividad escultórica, convirtiéndose el Nuevo Estado y sus organizaciones casi en el demandante exclusivo, canalizando sus encargos hacia la exaltación del régimen y su ideario (monumentos a la Victoria, Caídos, personalidades del momento o históricas, afines o tenidas como tales). Completaba el círculo comitente la Iglesia, más volcada en la restauración mimética de los estragos de la II República y la guerra, que en insuflar alientos nuevos. Ya marcó ciertamente Ureña el carácter simbólico, público y didáctico que la cultura franquista concedió a la escultura, glorificando los valores patrios e intemporales tal y como eran entendidos por el régimen: clasicismo, tradición, academicismo, sobriedad mediterránea, imaginería barroca, reciedumbre social, madurez. Como se ve, es difícil conciliar tales mimbres, que terminaron por ser sólo académicos y eclécticos. Pocos fueron los artistas genuinos del período, ya que por su carácter tradicional, académico, ideológico, se echó mano de los ya consolidados -que cada uno de sus mentores convertía en paradigma- excluyendo todo lo que oliera a vanguardia, a los que condenaba al exilio, ostracismo u obligada adaptación.
Concentrada la actividad plástica más comprometida en pocos lugares (Valencia, Madrid, Barcelona, para lo civil; Granada, Sevilla, para lo religioso-procesional) sus focos metastásicos fueron de muy limitada actividad, permitiendo en cambio una actividad más libre y rupturista en aquellos lugares alejados de consignas y tópicos. Para entender mejor el período recordamos la fuerte depuración sufrida por el mundo profesional, las pérdidas de figuras por exilio o muerte y los compromisos a que obligó el clima represor de la inmediata post-guerra y la política autárquica.

Desbrozando de urgencia tendencias y creadores pudiéramos englobarlos en pocos apartados y con notables interferencias: 1) Los academicistas más conservadores que, con poco esfuerzo, veían valorar más maneras cercanas a las propias (M. Benlliure, J. Higueras, I. Pinazo, A. Marinas). 2) Los imagineros y otros escultores que encontraron en lo religioso-procesional y la restauración historicista un notable campo de actuación (F. Marco Pérez, J. Beobide, I. Soriano, F. Marés, D. Sánchez Mesa, Navas Parejo, N. Prados López, F. Trapero, A. Castillo Lastrucci, A. Illanes, M. Echegoyan), en los que el peso de la tradición fue siempre determinante. 3) Los que refrenaron, de grado o a la fuerza, su personalidad renovadora en obsequio de la demanda (M. de Huerta, F. Orduna, J. Clará, Q. de Torre, P. de Torre lzunza, J. Adsuara, A. Sánchez-Cid, M. Álvarez Laviada, E. Monjo) a los que el paso del tiempo quitó novedad. 4) Los más jóvenes surgidos al arte poco antes, que se integraron en búsqueda de encargos y fortuna, que a veces vieron aflorar herencias varias (E. Aladrén, J. de Avalos, E. Pérez Comendador, A. Cano Correa, A. Casamor d'Espona, M. Ramos, E. Cejas, J. Ortells, J. Cañas, V. Navarro, R. Isern). 5) Los que pudieron o supieron mantener u ofrecer propuestas más libres en tiempos de consigna y escasez (A. Ferrant, C. Ferreira, J. Oteiza, J. Planes, E. Serra, L. Cristóbal, R. Sanz, P. Fleitas) que se proyectan después así como los que trabajan fuera.

La efervescencia religiosa y la labor de restauración y erección de templos y centros, produjo una pléyade de obras de dudosa originalidad y frecuentes anacronismos, pero merecen especial recuerdo las ímprobas reconstrucciones del Panteón Real de Poblet por Federico Marés y las de la Catedral de Sigüenza por Moisés de Huerta y Florentino Trapero, así como la de tantas imágenes maltrechas de las que algunos tomaron alientos con resultados dignos.

En el apartado de artistas ya reconocidos que se plegaron a las demandas y exigencias del nuevo orden debe matizarse el grado de acomodación, la frecuencia, el recetario imperialista aceptado y la ponderación de su uso. En rápida recapitulación, recordamos las obras más estimables: de F. Orduna, los algo envarados pero clásicos Deportistas (1942), y que se mostraría de más grácil composición en el monumento a Gayarre (1948-50, Pamplona) que debe poco a códigos imperiales; de Moisés de Huerta el clasicista relieve del Arco del Triunfo de la Ciudad Universitaria (1952-56, Madrid); de José Clará, el grupo central del Monumento a los Caídos (1951, Barcelona) y de Federico Marés su estilizado Angel Custodio para D'Ors (1945).

Entre los más integrados en la estética del Régimen destacan Emilio Aladrén (muerto en 1941), autor de la primera serie de retratos oficiales y Juan de Avalos (1911), volcado con gracia en el retrato y ciertas composiciones literarias (Los amantes de Teruel) y escasa fortuna en lo monumental. Quiso ser el escultor del sistema y quedó en empalagoso repertorista de ampulosidades (Valle de los Caídos, Cuelgamuros; Monumento a Franco, Santa Cruz de Tenerife). Recordemos por último a Enrique Pérez Comendador (1900-1981) que se inició con primor en las gracias clasicistas de la Sevilla de 1927-29 (Borja de Arteaga, 1927; La tierra de Sevilla, 1929) para irse decantando por serenidad helénica y porte mediterraneísta (Desnudo, 1935). Los años de la postguerra son de un indudable estancamiento, salvo en los siempre bellos retratos (Autorretrato, 1948-51) y algunas ponderadas piezas religiosas, empeñado en una serie de monumentos clasicistas, pero distantes y envarados (Pedro de Valdivia, 1946; Núñez de Balboa, 1952-54; Hernando de Soto, 1962), quedando muchos otros autores en repetidores, con oficio, de simbologías patrióticas ajadas por el uso reiterativo.